Greta
Volvía para un tiempo que -sabía de antemano- no era el suyo. Pero se
dijo a si misma que ya nada podía hacer. Volvía a un tiempo mucho más que a un
lugar. El retorno eterno del tiempo. Porque
hacía muchos años había aprendido -mediante dudoso método- que todo lo
que había en el mundo era el tiempo. El tiempo convertido en lugares, y en
gentes y en sensaciones que no podía explicarse a sí misma. Por eso, cuando
supo que se desvanecería toda no se preocupó. Aterrorizada tal vez de ver que
el momento había llegado, pero preocuparse no tenía sentido alguno, sobre todo
porque sabía con creces que nada podría resolver con eso.
El retorno eterno al tiempo. El regreso a unas calles
que se habían perdido entrañablemente en el complicado laberinto de su memoria.
Sitios que ya no reconocía y otros que jamás había visto se irguieron antes sus
ojos para demostrarle algo que en principio le fue imposible comprender:
- “No sabes nada-, le susurraba el tiempo aún desde
su invisibilidad.
Y era cierto, no sabía nada. Greta podía igualarse a
la más común de las personas, si, por supuesto, existieran personas comunes.
Greta había huido incansablemente del tiempo, al
tiempo, en el tiempo. Y terminaba su vida -porque eso sí, segura estaba de que
este sería el fin- derrotada por un susurro, por la sucesión de los días y las
noches y los besos y los recuerdos.
En los recuerdos creyó encontrar quizás su primer arma contra el tiempo.
Asegurándose a si misma, que si lograba destruirlos, entonces este dejaba de
existir el tiempo, porque al final, ¿qué era el tiempo sino la acumulación de
recuerdos?. Qué ingenua eres...
Ay niña Greta, siempre niña, ojalá fuera tan sencillo.
Porque cuando al fin supiste certeramente que no
podías contra los recuerdos, que se agolpaban en la memoria sin que pudieras,
no ya detenerlos, sino hacerlos menos fuertes , entonces pensaste que era la
memoria el móvil, la manera de canalizar tu furia hacia el tiempo.
Y tampoco resultó.
¿Por qué esa, tu furia al tiempo?
¿Por qué tu intento vano en una lucha que sabías,
esencialmente, qué no ganarías jamás.? ¿ Por qué habrías de ser tú la elegida?
No lo eres, nunca lo fuiste, no lo serás .
Desde la primera vez que se lo confesaste a alguien
debiste intuirlo. Tenías once años y deseabas que pasara tanto el tiempo, y se
mantenía tan estático. Tenías once años y ya habías perdido el brillo de tus
ojos. Ya eran pupilas opacas mirando lo sombrío del mundo. Que extraña
conciencia de cuanto rodea siempre al hombre. ¡Que estupor.!
Papito regresaría dentro de seis meses....
Tu lo amas tanto aún. Su sonrisa regando serpentinas
por toda la casa, correteando contigo por el patio mientras su cuerpo todo se
mantenía en el garaje, y te hacía un barco enorme que harían navegar juntos en
el río. El barco iba a tener tu nombre pintado con letras azules, y te había
prometido hacerle velas con un lienzo muy fino par que pudiera navegar sin
problemas. Iban a viajar ese barco a lo largo de la vida.
Papito te decía : “Mi Greta, vas a ser una mujer
hermosa” y te sonreías y tenías la certeza de que tenías el mejor papá del mundo. Aunque todavía no supieras lo
que quería decir la palabra certeza.
Tú peinabas sus cabellos negros mientras él leía el periódico. Mamita
muerta desde que naciste, muriéndose para dar paso a tu vida, sonriente en un
portarretratos negro como la muerte misma. Habías aprendido, a la fuerza, a
idolatrar a esa imagen, a encender velas para ella e imaginarte como era su
voz, su mirada viva, la de verdad y no la de posar para un flash. Habías
escrito su nombre con todas tus crayolas, y en las arenas de todas playas que
conocías, y en las aceras con tizas blancas, y en tu memoria, habías rayado su
nombre en tu memoria para no olvidarlo jamás.
Papito dejó el velero sin terminar y tuvo
que irse a trabajar. Estaría seis meses afuera, te llamaría cada fin de semana.
Era algo imprevisto, pero no podía negarse, también por tí, para ti.
- Te quedas con tu tía, Greta.- resonó fuerte en tus
oidos-.
- Pero papito no quiero.
- Yo tampoco quiero niña mía, pero a veces tenemos...
debemos hacer... ven acá Greta, abrázame muy fuerte, hablaremos el domingo.
- Papito por favor, llévame contigo.
- No puedo hijita, a donde voy no puedo. Estoy siempre contigo, sé
buena, y linda y quiere mucho a este viejo que te adora.
Balbuceaste algo entre lágrimas mientras lo
observabas de espaldas, cada vez más lejos. Se iba toda tu vida, todo tu amor,
todo lo que conocías.
Y la primera estancia con tu tía. Tan amable pero que
solo habías visto un par de veces antes. Tan amable, pero sin embargo parecía
mirarte culpándote de todo. ¿Y qué podías saber tú? Si no había nadie más desconcertado en el
mundo. Y nadie lloró tanto una partida. Y nadie lloraría más luego.
Cuando la tía amable entró un día en tu cuarto con la
cara marchita y los ojos hinchados. Había estado hablando con un señor en la
sala y a ti te mandaron para tu cuarto.
- Ven aquí Greta- te dijo cuando se sentó en el borde
de la cama y tu aún la mirabas desde el piso ignorante de todo-.
- ¿Qué pasa tía?- ¿Te acuerdas del miedo de esas
palabras Greta? ¿Te acuerdas del grito y que emprendiste un correr desaforado
hasta llegar al garaje? Y empezabas a llorar entonces porque lentamente ibas
comprendiéndolo todo. Otra vez un grito, ahora más desgarrado al pensar que
nunca más lo verías . Otro al recordar que cuando llamó el domingo se te olvidó
decirle que la maestra te había felicitado por lo bien que escribías y por la
ortografía, pero sobre todo se te olvidó decirle que lo querías. Y es que
claro, era tan obvio, tan consabido ese amor mutuo, era tan cuidado, tan
limpio, que no hacía falta. Nunca hizo falta, pero se te quedarían esas
palabras atragantadas para siempre en un
punto cualquiera de tu respiración.
Empezaste
a ser asmática, y a ahogarte cuando el tiempo cambiaba y a hacerte dura, de
piedra, rebelde. Y a querer olvidar porque dolía mucho el estar, estando sola,
infinitamente sola por el resto de tu vida.
Y comenzó un revuelo que no se calmaría sino en ciertos momentos posteriores,
cuando parecía que la vida iba jugando a ser menos difícil, menos dura e
impenetrable.
Así pasaron años de silencio cuando a apenas hablabas
lo estrictamente necesario. Años de silencio escuchando tantos gritos dentro de
ti, tantas veces ese mismo grito de dolor repetido hasta que dejó de tener
fuerza. Y ese grito se convirtió en un grito eterno para ti, un grito que
tenías siempre en la garganta, en el pecho arrancándote la paz, en el alma. Un
grito que eras tú.
Largos años escurriéndote en la cotidianidad,
queriéndote salvar de esa culpa atroz que sentías por la muerte de mamita, por
el morir ignorante de papito. Culpa de ser una huérfana y de no ser nada.
La tía no hizo nunca esfuerzos por acercarse
demasiado a ti. Te daba de comer como a las pájaros, esperando que emprendieras
vuelo. Así abandonaste tu ciudad, tu casa. Así te fuiste dando tumbos, mirando
siempre al suelo o al cielo, no había nada intermedio para ti.
Hasta que apareció Sofía sentada en un banco.
Miraste sus gafas, los ojos, el rostro con gesto de
alegría, su paz, su parsimonia infinita.
Hasta que te acercaste a Sofía con un pretexto
cualquiera, sin saber que a Sofía no le hacían falta pretextos para recibirte,
porque te esperaba.
- Hola, vives por aquí? -tus primeras palabras-.
- Sí, cerca, pero mi casa es muy oscura y no me gusta
leer allí, además, hace mucho calor.
- Yo...-empezaste sin saber que decir-
- Acabas de llegar ¿No?
- Sí -y un alivio te inundó toda-.
- ¿Cómo te llamas?
- Greta.
- Qué lindo nombre, y qué linda tú..
- Gracias-y te sonrojaste-.
Sofía te invitó a su casa mientras encontraras algo.
Pero se encontraron ustedes. Nunca habías estado enamorada antes, pero jamás
imaginaste que lo harías de una mujer.
Sofía te contaba su vida como si fuera episodios de televisión. A cada rato salía con uno,
siempre sonriente. Ella quería que supieras, y tú querías saber. Querías oir
siempre su voz dulce, estar ahí.
¡Qué diferente era todo entonces Greta! ¡Cómo no
querías que pasara el tiempo! ¡Cómo te esforzabas por estirarlo, por detenerlo!
¡Cuantos años viviste con Sofía!. Trabajabas en lo que fuera mientras ella
pintaba en casa.
Regresabas exhausta pero feliz y te tumbabas en la
hamaca para observarla, esa era tu gratificación, tu recompensa. Cuantos años
Sofía tratando de sacarte los demonios y las culpas. Y tú tratando de no
construir murallas, bajando la guardia porque no era tu enemigo, sino parte de
ti. ¡Cuánto tiempo llorando tu vida bajo la tibieza de sus dedos largos!
¡Cuánto tiempo creciendo bajo sus palabras, convirtiéndose en mamita, en
papito, siendo la familia que no tuviste, haciéndote ver las cosas, respirando
por ti!
Y es que eras débil bajo el cascarón, y estabas ya
enferma de ese cáncer incurable en los huesos.
¡Cuánto dolor toda tu vida! Sofía fue solo un
paréntesis y eso lo descubriste cuando tuviste la certeza- y ya sabías lo que
significaba esa palabra- de que no querías morir bajo sus sábanas. Te fuiste
entonces la tarde que ella andaba caminando por la ciudad. Te fuiste a la tuya,
a tu casa.
Volvías a un tiempo que sabías de sobra no era el
tuyo. Volvías a un tiempo más que a un lugar. Y en cualquier caso a un lugar
desconocido. Volvías también, y sobre todo, y más que nada, a perder tu guerra
contra el tiempo.
Ya de nada sirve luchar.
Ay niña Greta, siempre niña.
Ahora mientras mueres no te duele tu enfermedad sino
la vida.
- No sabes nada - te grita el tiempo desde toda su
omnipotencia.
Y lo sabes, es cierto. No sabes nada.
Ven, descansa, dale paso al dolor y a la muerte. Tranquila,
en paz, al fin en paz.